lunes, 30 de julio de 2012



ACERCA DE LO PÚBLICO     

Publicado en Arias, Ana y otras: "Políticas públicas y Trabajo Social - Aportes para la reconstrucción de lo público". Espacio Editorial. Buenos Aires. Julio de 2012.
         
                                                                           Norberto Alayón
                                                                           Profesor Titular Regular
                                                                           Facultad de Ciencias Sociales-UBA


Tal como figura en la programación de las Jornadas (mayo de 2011), el título de esta Mesa alude a “Universidad y reconstrucción de lo público”.

Un primer interrogante, entonces, nos puede conducir a preguntarnos ¿por qué hay que reconstruir lo público?  ¿Quién, quiénes, cómo, cuándo destruyeron, restringieron, debilitaron lo público?

Siguiendo a la filósofa argentina Nora Rabotnikof [1], “El desvanecimiento de la distinción público/privado y la erosión de la dimensión pública del Estado se imputan a la endémica debilidad institucional, pero, sobre todo, al impacto de la crisis”. “…Hay una situación de pérdida en relación con un pasado, o de anomalía en relación con un modelo histórico normativo. En algunos países de América Latina, el Estado se habría vuelto incapaz de proporcionar los bienes públicos puros (defensa, seguridad, justicia, administración) que remiten a los roles constitucionalmente fijados. La prédica y la práctica antiestatista de cierto neoliberalismo habrían arrasado incluso con aquellas funciones que, dentro de su imaginario, resultan las únicas legítimas. Espacio de lo público -se subraya- es la dimensión de la legalidad pública y del Estado como orden legal”.

Si coincidiéramos con estas afirmaciones estaríamos en consonancia con el llamado de los organizadores del evento a reflexionar y propiciar la “reconstrucción de lo público”.

Considerar la alternativa de reconstrucción de lo público nos conduce, a nuestro entender, a repensar nuestros Estados: su papel, sus funciones, su presencia o ausencia, la imperiosa necesidad de revitalizar su accionar como garante del bienestar general.

Y aquí cabría otra pregunta: ¿somos o fuimos un país sin Estado?  Los Estados débiles tienden a habilitar el predominio casi exclusivo del mercado, que se beneficia y se aprovecha para desplegar al máximo su potencial inequitativo ante la ausencia de regulaciones y controles. La ecuación “menos Estado, mayor mercado” aparece, entonces, como irreductible.

También habrá que reparar en qué tipo de Estado y en qué tipo de presencia del Estado.  Creemos que esta advertencia resulta necesaria, precisamente para tratar de evitar peligrosas simplificaciones, peligrosos reduccionismos, que nos puedan conducir a valorar, como “bueno en sí mismo”, todo lo que provenga de lo estatal, todo lo que provenga de lo público.

En Argentina tenemos el claro y durísimo ejemplo, del Estado autoritario de la pasada dictadura cívico-militar que canceló todo lo público que fuera común y colectivo, mientras asesinaba, reprimía y encerraba a unos en las cárceles y a otros en las casas, desplegando el mayor potencial destructivo que padeció nuestro país.

O aquel Estado -de la década de los 90- que, en nombre de la “ineficiencia” del Estado y de la “eficiencia” del mercado, enajenó brutalmente los bienes públicos y devastó el patrimonio nacional, producto del esfuerzo colectivo de varias generaciones.

En síntesis, pensar en qué Estado queremos; pensar en qué Estado hacemos.

Recuerdo que, cuando el tsunami neoliberal arrasaba a la nación allá por los 90, se escuchaban opiniones de intelectuales no precisamente reaccionarios que cuestionaban el accionar del Estado. Aparecían invocaciones del tipo “hay que modificar, transformar, reformar el estado del Estado”, partiendo de una valoración negativa de lo estatal.

Existe una fuerte tendencia a asociar, casi como indefectible, a los servicios y administraciones públicas con lo ineficiente y hasta lo corrupto. Mientras que lo privado aparecería, en el imaginario contrapuesto, como lo idóneo, lo eficiente, lo incorruptible. Como comentamos recién, reafirmamos que tampoco proponemos, ilusoriamente, pensar al Estado como “bueno” per se, habida cuenta de lo que ya advertimos sobre el accionar de ciertos tipos de Estados.

Por supuesto, no desconocemos, no negamos, por ejemplo, que la mala atención, el desinterés, la irracionalidad de ciertos procedimientos y tramitaciones, también la incompetencia, suelen contribuir al hartazgo y a provocar las condiciones favorables para desmerecer y criticar lo público y alentar y legitimar su transferencia a lo privado, a las privatizaciones, tal como sucedió con los catastróficos resultados ya conocidos.

Repasemos algún ejemplo, de los que todos seguramente tenemos. Yo fui usuario de los trenes suburbanos, de manera permanente, antes y luego también de la privatización de los ferrocarriles. Descuento que no es necesario que me explaye acerca del tipo y de la calidad de la atención que se brindaba a los pasajeros. Es obvio que las privatizaciones no se produjeron por el eventual y/o real mal servicio brindado por los empleados. Pero si bien es cierto que lo público, lo de todos, se debe defender fundamentalmente con medidas de carácter estructural, también resulta imprescindible contar con un desempeño competente por parte de los respectivos agentes en todas las áreas de gestión.

La recuperación y fortalecimiento de lo estatal debe constituir la centralidad de la reconstrucción de lo público como contraposición de lo privado.

Alguno de ustedes habrán escuchado y algunos también hasta lo dirán, en relación al momento actual por el que transita nuestro país, que “nunca se vio tanto Estado”, es decir tanta presencia del Estado.  Presencia en lo físico, en las obras, en las carreteras, en hospitales, en escuelas, en centros culturales y comunitarios, pero también en programas diversos de capacitación, promoción, asistencia, etc. 

Todo ello da cuenta de la revalorización estratégica de lo público, en tanto “lo privado” -por su propia naturaleza- no se hace cargo de estas cuestiones, vitales para el conjunto de la comunidad nacional.

Lo privado está imbuido, está preñado por la lógica de la mera rentabilidad; está encorsetado -si quiere sobrevivir- por el interés precisamente individual, privado, no público, no general, no de todos ni para todos.

Y lo público, si se entiende como lo que es de todos, y no sólo de algunas personas o grupos (sociales, económicos) propicia, refuerza una suerte de identidad colectiva que se emparenta con la solidaridad y con la construcción y vigencia de una sociedad que tienda a ser más igualitaria.

Lo argumenta bien Washington Uranga cuando expresa que “Si se disuelve lo público, lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad”. [2]

No obstante, queremos formular otra advertencia en relación a esta caracterización de lo público como lo de todos.  Que los bienes públicos, que los servicios públicos, que las instituciones públicas, que los espacios públicos, nos pertenezcan al conjunto de los ciudadanos, ello no habilita justamente a su uso particular o apropiación individual sin reglas, sin normatividad, por sobre la institucionalidad establecida.

Por ejemplo.  Un hospital público pertenece a toda la sociedad; pero no todos los ciudadanos podemos decidir por nuestra cuenta y criterio qué hacer dentro de la institución hospitalaria.  Ni siquiera lo puede decidir un solo sector del personal que integre esa misma institución.  Por supuesto que el funcionamiento y las normas de las instituciones deben ser democráticas, pero no se puede funcionar sin normas.  Si cada uno decide hacer lo que quiere, aunque se invoque la probable o real legitimidad de tal o cual reclamo, se estará priorizando su propio interés o el de su grupo o sector, por sobre los intereses del conjunto de la institución.

Y nuestra querida Facultad de Ciencias Sociales lamentablemente conoce de estas prácticas desatinadas que recurrentemente son llevadas a cabo por distintos actores.

Volviendo a la filósofa Rabotnikof, nos parece útil precisar que la misma describe tres sentidos básicos asociados al término “público”.

Un primer sentido hace referencia a que “existe una prolongada tradición que lo asocia a lo común y lo general en contraposición a lo individual y lo particular. Hablamos así del interés público en contraposición al interés privado, del bien público en contraposición a los bienes privados.

El segundo sentido alude a lo público en contraposición a lo oculto; es decir, a lo público como lo no secreto, lo manifiesto y ostensible. Decimos así que tal cuestión ya es pública en el sentido de ‘conocida’, ‘sabida’.

El tercer sentido remite a la idea de lo abierto en contraposición a lo cerrado. En este caso se enfatiza la accesibilidad en contraposición a la clausura; hablamos así de lugares públicos, paseos públicos”.

Como ya habrán reparado, en lo que vine exponiendo hasta aquí, a mí me interesó centrarme básicamente en el primer sentido mencionado que da cuenta de lo público contrapuesto a lo privado.

La educación pública y en particular la universidad pública, constituyen ámbitos de pertinencia significativa para la revalorización de lo público.

La universidad pública está orientada por el interés de la sociedad en su conjunto, de donde deriva su carácter universalista y, por ende, democrático. El necesario sustento económico a la educación universitaria se justifica por la obligación que le cabe al Estado de responder a los intereses de la Nación y de la comunidad que la conforma.

Por su parte, las empresas educativas, como cualquier empresa, compiten en el mercado, mientras que la universidad pública es una institución cuyo fin es contribuir al desarrollo social y moral de la sociedad.  La universidad no presta solamente un servicio a individuos particulares, aporta al mejoramiento de la comunidad que conforma la Nación.  Al mismo tiempo, las condiciones de acceso a la educación superior comunes para todos (cualquiera sea la capacidad adquisitiva de cada uno) tiende a favorecer la igualdad, no sólo en el ingreso, sino también en la convivencia cotidiana.

Las propuestas que pretenden reducir la sociedad y la política a la mera competencia en el mercado, constituyen expresiones reduccionistas y empobrecidas aún de los principios más básicos de la democracia moderna y tiende a afectar la calidad de la participación social y política.

Aquí resulta ilustrativo recordar las expresiones, de fines de febrero, del economista Carlos Pirovano, Subsecretario de Inversiones del gobierno de Mauricio Macri, cuando afirmó, en forma de pregunta: “¿Y si asumimos que la educación pública está muerta y con esa plata les pagamos a los chicos una escuela privada?” [3]  Y remató este funcionario del partido PRO, con insano convencimiento, exponiendo otra idea brillante: “Le regalamos las escuelas públicas a los maestros que dejarían de ser empleados públicos y podrían ser empresarios”.

Pirovano, en su barbarie, se emparentó con Abel Posse, aquel cónsul de dos dictaduras que Mauricio Macri designó como Ministro de Educación de la ciudad, en diciembre de 2009 (duró 11 días), en reemplazo de Mariano Narodowsky que tenía empleado en su cartera al espía Ciro James.

Tal vez podamos coincidir en que la defensa de la educación pública es también la defensa de la democracia y la defensa de los intereses del conjunto de los habitantes de la Nación.

Para concluir, entonces, reafirmamos que la revalorización, la reconstrucción y el fortalecimiento de lo público, como lo que es común de una comunidad nacional, sus bienes, pero también un lugar donde pueden reconocerse todos quienes forman esa comunidad, con lo que tenemos de idéntico y también de diferente, constituye una apuesta estratégica para la consolidación de otro tipo de relaciones sociales, basadas en la solidaridad, en la cooperación, en la fraternidad.  En suma, nada más y nada menos que apostar al desafío de intentar contribuir a la vigencia de relaciones sociales más igualitarias.


[1] Rabotnikof, Nora: “En busca de un lugar común. El espacio público en la teoría política contemporánea”. Universidad Nacional Autónoma de México. Instituto de Investigaciones Filosóficas. México, D.F. 2005.
[2]  Uranga, Washington: “Carnavales, cultura y política”. En Diario “Página 12”. Buenos Aires. Marzo 10 de 2011. pág. 5
[3] Diario “Página 12”. Buenos Aires. Febrero 24 de 2011. pág. 14

martes, 24 de julio de 2012


EL DERECHO A LA ASISTENCIA


                                                                                                    Norberto Alayón (*)

(*) Profesor Titular Regular. Facultad de Ciencias Sociales (Univ. de Buenos Aires).

Publicado en Diario "El Territorio". Posadas, Misiones (Argentina). Julio 27 de 2012.
http://www.territoriodigital.com/notaimpresa.aspx?c=9659432068827824

La asistencia es un derecho. Lo venimos sosteniendo y argumentando, por escrito, desde hace más de tres décadas. Toda sociedad que, por las características que adopta para su funcionamiento, primero pauperiza y excluye a buena parte de sus miembros, debe asumir maduramente su responsabilidad por el daño ocasionado y disponerse a adoptar profundas medidas reparatorias. Y debería hacerlo por la vía del derecho pleno, o bien -mientras tanto- mediante políticas sociales y asistenciales que tiendan a neutralizar el deterioro de las condiciones de vida de la población, a la par de ir creando las condiciones para contribuir a la consolidación de un orden social más justo y equitativo.

El derecho a la asistencia, no cambia la naturaleza de las relaciones sociales vigentes en la sociedad. Pero sí debilita la lógica de quienes defienden la continuidad de sociedades inequitativas, y -a la vez- ética y estratégicamente contribuye a la reparación de los problemas sociales, en la perspectiva de ir construyendo alternativas más sólidas para un funcionamiento social más digno y más humano.

Reconocer el derecho a la asistencia implica la aceptación de que las personas a ser asistidas, básicamente carecen -por las condiciones del funcionamiento social- de posibilidades para un adecuado despliegue de sus potencialidades que, entre otras cosas, les permita satisfacer autónomamente sus necesidades. Familias sin los medios suficientes para la reproducción de su vida, con problemas de empleo, con ingresos degradados, con problemas habitacionales, de salud, de escolaridad, no pueden más que tender a repetir esas condiciones en las generaciones siguientes.

Interferir e interrumpir ese proceso social negativo, constituye una responsabilidad ética impostergable, pero -además- implica asumir una imprescindible opción de fortalecimiento de la democracia, en tanto una verdadera democracia no puede reconocerse como tal con graves niveles de pobreza y exclusión.

En 1961, el médico argentino Regino López Díaz, Director Nacional de Asistencia Social, afirmaba: “Es nuestra aspiración común que este país no tenga necesidad de un organismo encargado de la asistencia social”. ¡Cómo no coincidir con esa aspiración! Pero resulta que a 51 años de haber sido formulada, todavía no sólo no se concretaron los cambios que hicieran innecesaria la asistencia, sino que se produjo un significativo aumento de la pobreza y de la desigualdad social.

También el economista sueco Gunnar Myrdal, que obtuvo el premio Nobel de Economía en 1974, manifestaba en 1968: “Mi ideal es que se lleven a cabo reformas sociales tales -en los vastos campos de la distribución del ingreso, la vivienda, salud pública, educación, el enfrentamiento de la delincuencia, etc.- que el Servicio Social se vuelva más bien innecesario o se transforme en algo muy especial, algo individualizado y especializado, mientras no sea simplemente la administración de la legislación social.” Pero esas “reformas sociales” (que también nosotros deseamos, profundas y lo antes posible) no se cristalizaron a cabalidad. Y la asistencia, entonces, continúa siendo necesaria.

Las políticas de asistencia son insuficientes, pero hay algo mucho más insuficiente aún: la ausencia de políticas de asistencia. Desconocer el derecho a la asistencia es precisamente el posicionamiento que asumen los gobiernos conservadores, que tienden a recortar los recursos destinados a la acción social, desertando de esta responsabilidad estatal o bien transfiriéndola hacia modalidades voluntarias, optativas y además escasas (alejadas del derecho), a ser encaradas por sectores privados, empresariales o no.

Defender la idea de la asistencia como derecho, exige también diferenciar esta concepción de aquellas modalidades que, con lamentable frecuencia, transforman la asistencia en un recurso para la construcción de relaciones clientelistas, generando dependencia y sumisión. Toda persona o grupo que recibe algo (por la vía del no derecho), siempre queda en deuda con el que se lo da. En ese caso, el que recibe debe a quien da. Por el contrario, los derechos implican el reconocimiento de ciudadanía plena para toda la población, fortaleciendo la autonomía y neutralizando la discriminación y la diferenciación social.

Comprender esta ecuación, nos debe impulsar a revalorizar la concepción de derechos, que es la que construye democracia en serio. Y nos podrá ayudar a alejarnos de la desgraciada descripción que contiene aquel proverbio africano, cuando afirma que “la mano que recibe está siempre debajo de la mano que da.”


Buenos Aires, Julio de 2012.